El presidente Milei volvió a subirse a un escenario, esta vez en el Movistar Arena, en un intento desesperado por distraer a la opinión pública del colapso político y económico que atraviesa su gestión.

El show de Milei en el Movistar Arena fue una versión amplificada de los espectáculos previos con los que el presidente intenta mantener su centralidad mediática cuando los problemas del país se vuelven insostenibles. Esta vez no fueron dos canciones como en el Luna Park del año pasado, sino nueve los temas que el mandatario “interpretó” en un número que combinó euforia, negación y patetismo. Mientras la inflación reprimida, la fuga de divisas y el escándalo narco golpean al oficialismo, Milei eligió nuevamente el camino del espectáculo para esquivar la realidad.
El contexto, sin embargo, ya no es el mismo que en mayo de 2024, cuando presentó su libro en el Luna Park. Entonces, la promesa libertaria aún conservaba parte de su encanto y la economía mostraba un tímido respiro tras la brutal devaluación de diciembre de 2023. Hoy, casi un año y medio después, el escenario es otro: una recesión profunda, una gestión paralizada por los conflictos internos y una sucesión de escándalos que van desde la caída de José Luis Espert hasta las causas por narcotráfico que salpican a figuras cercanas al poder. En ese contexto, el show de Milei no logró su propósito: ni desviar la atención pública ni devolverle la épica perdida.
Lejos de la imagen del outsider que supo construir, Milei encarna ahora el personaje que decía combatir. Su figura exhibe todos los vicios del poder concentrado y la desconexión de un liderazgo atrapado por su propio ego. En cuestión de días pasó de defender lo indefendible —la candidatura de Espert pese a sus vínculos con el narco Fred Machado— a ensayar frente a cámaras mientras el país se desangra en una crisis económica y social sin precedentes. Cada movimiento, cada frase, cada gesto del presidente deja al descubierto un rasgo común: la negación de la realidad.
Negar es su forma de gobernar. Niega la crisis, niega la pobreza, niega los errores, niega incluso las pérdidas personales. “Soy humano, aunque no parezca”, dijo durante el espectáculo, como si el reconocimiento público de su humanidad fuera una virtud y no una obviedad. En verdad, el presidente parece haberse disociado de todo lo que ocurre fuera de su burbuja de fanáticos y de su relato mesiánico. En el Movistar Arena, Milei cantó como gobierna: a los gritos, sin matices, confundiendo potencia con liderazgo, euforia con gestión.
Esa disociación es más que un rasgo psicológico; es el modo estructural con el que el presidente enfrenta la crisis. La desconexión entre su discurso y la realidad económica se traduce en decisiones erráticas, improvisadas y cada vez más alejadas del sentido común. Lo que comenzó como un experimento libertario se convirtió en una maquinaria autodestructiva que ni siquiera logra sostener su propio relato de eficiencia y orden. Los números lo confirman: según un informe del Grupo Atenas, entre diciembre de 2023 y julio de 2025 cerraron más de 16 mil empresas y se perdieron más de 230 mil empleos formales. La llamada “glaciación productiva” es el resultado directo del modelo Milei-Caputo.
La flexibilización laboral incluida en la Ley Bases, presentada como la llave para la recuperación del empleo, produjo el efecto contrario. La informalidad alcanzó el 43,2%, el nivel más alto en 17 años, y los trabajadores no registrados perciben en promedio un 44% menos que los formales. Con el consumo desplomado y los salarios por el piso, el endeudamiento de las familias crece a niveles récord. Mientras tanto, el Gobierno de Milei gasta millones en eventos y en operaciones mediáticas que buscan sostener la narrativa de un “cambio histórico” que cada día se parece más a un derrumbe anunciado.
El show del presidente también reflejó la degradación institucional de su administración. Funcionarios y legisladores que deberían estar diseñando políticas para enfrentar la recesión se mostraron eufóricos en el recital, celebrando la performance de Milei como si se tratara de una fiesta privada y no del líder de un país en crisis. Las imágenes de ministros y diputados coreando temas de rock mientras las reservas del Banco Central se evaporan son el retrato exacto del desquicio gubernamental que domina la escena nacional.
A esa deriva política se suma la descomposición electoral. Tras la renuncia de Espert y el pedido del oficialismo para reimprimir boletas en la provincia de Buenos Aires, el Gobierno de Milei demostró su desprecio por las reglas más básicas del sistema democrático. El intento de forzar un nuevo gasto millonario de alrededor de 10 millones de dólares para modificar las papeletas a menos de tres semanas de las elecciones no solo es un escándalo político, sino también un gesto de impunidad institucional. El argumento de “reparar un error” es una excusa que esconde la improvisación y la falta de límites con la que opera el poder libertario.
La justicia electoral enfrenta ahora un dilema clave: si cede ante la presión oficialista, se abrirá un precedente peligroso que habilitará la manipulación de los procesos electorales a voluntad del gobierno de turno. Pero si resiste, quedará expuesto el carácter autoritario y anárquico del oficialismo, incapaz de respetar las reglas que garantizan la convivencia democrática. En cualquiera de los dos escenarios, Milei volverá a quedar frente al espejo de sus contradicciones.
El presidente que prometió destruir “la casta” terminó construyendo la suya propia: una élite de aduladores, operadores y fanáticos dispuestos a justificar cualquier exceso. En nombre de la libertad, el Gobierno de Milei impulsa la demolición de las instituciones y la anarquía del mercado, donde los poderosos imponen sus reglas y los débiles quedan a la deriva. Su estrategia política —negar, confrontar, distraer— ya no alcanza para tapar el vacío de gestión y la magnitud del fracaso.
A diecinueve días de las elecciones, Milei se enfrenta a su mayor prueba: la de un país exhausto que comienza a advertir que detrás del ruido, las luces y los gritos, no hay liderazgo ni futuro, sólo un show cada vez más desafinado.