Hablar de movilidad en la Argentina es hablar de un país que se mueve cada vez peor. No se trata de una queja pasajera: el deterioro estructural de rutas, autopistas y caminos rurales se volvió uno de los síntomas más claros del estancamiento.

El mapa vial del país muestra fallas profundas —desde autopistas saturadas hasta caminos rurales intransitables— que ya no solo complican la vida cotidiana, sino que frenan la productividad, encarecen la logística y afectan la seguridad de millones de personas.
Mientras el mundo actualiza infraestructura con criterios de conectividad, inteligencia artificial y eficiencia energética, la Argentina sigue atrapada en un esquema vial que parece detenido en el tiempo. En rutas clave se circula entre cráteres, falta de señalización y ausencia de controles. Autopistas urbanas como la Buenos Aires–La Plata están desbordadas, sin ampliaciones y con peajes que aumentan, pero no se traducen en mejoras. La paradoja es evidente: más recaudación, menos infraestructura.
Fuera del AMBA, el paisaje no mejora. Los 40.000 kilómetros de rutas nacionales evidencian abandono crónico: tramos inseguros, obras postergadas y provincias que terminan recurriendo a la Justicia para que Vialidad responda. Los testimonios de usuarios —“trampas mortales”, “rutas del olvido”— exponen el nivel de degradación que atraviesa todo el país, desde la 40 en la Patagonia hasta los corredores estratégicos del norte. La consecuencia es inmediata: empresas que recortan recorridos, economías regionales aisladas y un aumento silencioso de la siniestralidad vial, que sigue cobrando vidas todos los días.
En el interior bonaerense, los caminos rurales representan otro capítulo crítico. Con cada lluvia —a veces, con apenas cuatro gotas— los accesos quedan bloqueados, se suspenden clases, se frenan cosechas y se complican las emergencias sanitarias. Los productores pagan tasas viales e impuestos que, en teoría, deberían garantizar mantenimiento, pero el resultado es siempre el mismo: caminos rotos, zonas aisladas y una red rural que colapsa frente a cualquier contingencia climática.
La comparación es reveladora: en cincuenta años, los autos se transformaron por completo —tecnología, seguridad, conectividad—, pero las rutas siguen igual o peor. Mientras los vehículos entraron en el siglo XXI, la infraestructura quedó anclada en 1970. Esa inmovilidad no es solo un problema vial: es un síntoma de un país que no logra planificar a largo plazo, que discute parches y administra urgencias, pero evita la gran conversación: ¿cómo se desarrolla un país sin una red vial moderna, segura y estratégica?
Al final, el interrogante es tan simple como urgente: ¿cómo avanzar hacia un modelo de crecimiento real si nuestras rutas siguen siendo la principal evidencia del atraso? El desafío no es menor: implica recuperar la idea de Vialidad como institución del desarrollo, diseñar un plan federal de infraestructura y abrir una agenda que combine inversión pública, participación privada y planificación estratégica. Porque sin rutas seguras, modernas y conectadas, el viaje hacia el progreso seguirá siendo una promesa cada vez más lejana.